París (2), Madrid, Bruselas (2), Stuttgart, Glasgow (2), Amsterdam y desde el pasado sábado Lisboa conforman los dominios europeos de un Real Madrid que al fin consiguió el ansiado décimo reino. La conquista fue ardua y tardó doce largos años en gestarse, con una inversión monetaria descomunal. Muchos pasaron por el club de Concha Espina para lograr el cetro continental sin éxito, pero todo acabó un 24 de mayo de 2014. Nada de calma y sosiego, sino de sudor de gota gorda.
El porqué de este sufrimiento se explica inmediatamente. Enfrente estuvo un equipo que durante esta temporada ha convertido la resistencia en su territorio natural, que ha sido capaz de soportar todo y a todos en busca de un único objetivo: la gloria. El Atlético de Madrid tuvo su primera Liga de Campeones en la mano hasta el minuto 60 de partido. Hasta entonces todo había transcurrido de forma muy favorable a los intereses de Diego Pablo Simeone y los suyos. Partido anodino, de pocas ocasiones y fútbol, en el que un cabezazo de otro de los Diegos eternos de este Atleti, Godín, a la salida de un córner bien pudo ser decisivo. Así lo parecía hasta que el reloj marcó los quince-veinte minutos en la segunda parte. Fue entonces cuando la suerte empezó a cambiar para un Madrid hasta entonces timorato y gris, digno de los últimos partidos ligueros. Los de blanco empezaron a rondar la portería del joven Courtois cada vez con mayor frecuencia y oportunismo; el gol debía llegar, pero no lo hacía. El tiempo jugaba en contra de un favorito por galones que se veía superado por el despliegue físico de doce hombres sin piedad (la afición colchonera también subió y bajó la banda una y otra vez) y con una voluntad inagotable.
Nadie conseguía traspasar las redes de la portería rojiblanca hasta que llegó el gol de la infamia, de la porca miseria, de la crueldad infinita. Más si cabe por dos razones: la inoportunidad del momento (minuto 93 del encuentro, restando dos para el final del quizá desmesurado tiempo extra) y el método de gestación del tanto, de nuevo un saque de esquina. Dolorido por el fondo y por las formas, el espíritu combativo del Atlético murió tras el testarazo lleno de rabia y codicia de Sergio Ramos. Pasaban seis minutos de las diez y media de la noche. La hora era más propicia para la cena que se convertiría en banquete y a su vez en festín. El hambre había llegado a la tropa madridista para quedarse, aunque algunos tuvieran menos apetito que de costumbre. La justicia, ésa que dicta que a cada uno se le debe conceder lo suyo, no fue benévola esa noche. La final debió concluir su historia con el gol de Gareth Bale, que significaba un 2-1 del Real en la prórroga. La victoria mereció ser pírrica ante el esfuerzo descomunal de los Gabi, Koke y compañía. Acabaron pesando las piernas, pero nunca la convicción.
Simeone fue el primer representante de la religión atlética en Lisboa, su abogado defensor más vivaz fuera y dentro del terreno de juego. El seguidor atlético posee un fervor tan embriagador, sufrido y confiado que suscita admiración a borbotones. Ese caminar junto al equipo hasta los confines de la Tierra hace mayor la gesta continua e indudable en la que se ha convertido esta temporada rojiblanca. Un cambio de aires necesario para nuestro fútbol que el título continental que durante 93 minutos perteneció al Atlético pudo engrandecer aún más. Costa y Turan habrían ayudado lo suyo de haber concurrido sanos a la cita.
Los dos goles con los que se finiquitó el marcador (4-1 final) tan sólo añadieron un halo de triunfalismo al regreso del Real Madrid a la cima europea. Ramos, como ya hiciera en Múnich, marcó el camino a seguir a sus compañeros y salvó a Iker Casillas de una condena atroz. Su fallo en el gol atlético bien podría haber abierto la caja de Pandora en caso de derrota, pero acabó quedando en el olvido. No serán tan díficiles de recordar los excesivamente egocéntricos gestos de Cristiano Ronaldo (desaparecido le pese a quien le pese) y Raphael Varane en los compases finales de la tonada. A pesar de esos deslices de orgullo, la deportividad acabó primando y se reconoció el temple del adversario. Ancelotti trajo de vuelta las buenas formas, también un segundo plano que ha sido de vital importancia para que su plantilla alcanzase las cotas que se le presuponen. Ojalá su directiva le escuche y mantenga en nómina a hombres como Di María o Modric, más importantes de lo que parecen en el esquema blanco.
No hay mejor final que la que se gana apelando a la épica y ésta lo fue. Por la intensidad, por la emoción y por la dignidad mostrada por unos y por otros. Cibeles, Neptuno, Madrid y España deben estar muy orgullosos de lo acontecido el sábado en la vecina Lisboa. El prestigio de nuestro fútbol no pudo quedar más revalorizado y el futuro de estos dos magníficos exponentes se presume apasionante. El Real, como siempre no conforme en su mar de grandeza, intentará luchar por la undécima Orejona lo antes posible. El Atlético, orgulloso de lo conseguido pero a la vez sufridor en silencio por la derrota de tintes muniqueos y schwarzenbeckianos, tratará por todos los medios de que esta epopeya no sea un hecho aislado. Mi consejo para ambos es simple: carpe diem, porque todo será más difícil en los tiempos venideros.
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